Siempre me
habían molestado esas alimañas del demonio. Nunca en mi vida había visto seres
tan repugnantes: tienen el cuerpo cubierto de verrugas, viven la mayor parte de
sus vidas en pozos, son como ratas que saltan y hasta tienen el poder de dejar
ciego a un perro con su meo.
Es
debido a estas razones y a un sinfín más, que siempre que veía a uno acercarse
a la casa les echaba sal o los pateaba o les cosía la boca y les prendía un
pucho. Los pobrecitos vieras cómo se retorcían y escapaban de allí disparados
(si no es que explotaban antes). Bueno, pobrecitos… pobre de mí, más bien, que
tenía que lidiar con esa plaga de criaturas del demonio que el solo verlas me
hacía santiguarme e invocar a la virgen María.
Lo
que les voy a contar sucedió una tarde, mientras dormía mi siesta dominical.
Como les decía, estaba soñando tranquilamente cuando de repente en mi sueño
comenzó a llover. Y ya me la veía venir, la lluvia traería humedad y con ella a
los invasores; pero yo ya tenía preparado el salero para la ocasión.
Al principio llovía despacito y fue aumentando
paulatinamente, hasta que comenzó a caer piedra. En mi sueño, yo me encontraba paseando por el
jardín de mi casa; la piedra me había obligado a refugiarme en el zaguán de la
misma. La piedra era tal que, además de arruinar mi paseo, había comenzado a
agujerear el techo del zaguán. Y eso no era lo peor de todo: del patio
comenzaban a llegar saltando esas criaturas inmundas que mejor no mencionarlas.
No
me quedó otra alternativa que refugiarme bajo llave en la habitación y esperar
allí, para cuando la tormenta amainara, vengarme de esos invasores comebichos
de los que venimos hablando.
Para
mi desdicha los cascotes no contentos con haber destruido el techo del zaguán,
hicieron lo mismo con el de mi habitación. El viento se volvió fortísimo, e
hizo volar la cerradura de la puerta con llave y todo. Y lo peor sucedió:
¡Ahora los bárbaros no entraban solamente por la puerta sino que también por
las hendiduras del techo, lo que hacía pensar que estaban lloviendo sapos! No
me quedó otra alternativa que cubrirme con la sábana hasta la cabeza; fue
inútil. Los invasores ya estaban sobre las sábanas y las meaban, en la mesita
de luz, sobre la ropa, inspeccionando la televisión.
Arrojé
la sabana cubierta de inmundicia, haciendo volar a un grupo de ellos, y en ese
momento, me desperté dándome cuenta (para mi consuelo) que todo había sido en
sueño. Las sábanas, la mesita de luz, la ropa, todo estaba en su lugar. Pero
sobre la televisón… ¡Santo Dios! había uno de esos bicharracos, gigantesco que
me miraba fijamente en silencio. Parecía ser el rey de su pueblo.
No
atiné a otra cosa que ponerme de rodillas y pedirle perdón. En ese momento me
miró tan fijamente que me hizo prometerle que nunca más volvería a meterme con
uno de ellos.
Luego
se fue saltando desde el televisor a la ventana, que yo había dejado abierta
para que entrara el fresco de la noche.
Así,
de rodillas como estaba, me sentí un estúpido y me di cuenta que en realidad lo
que le tenía era miedo a esas criaturas.
Nunca más
volví a molestar a uno de ellos, ni ellos a mí, por lo que pudimos vivir en paz
y felices para siempre.
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"Yo no te pido que me bajes una estrella azul
solo te pido que mi espacio llenes con tu luz":