La fiesta tomaba lugar en la casa de mi tía, en
La Plata. Era el cumpleaños tío Rubén. Por alguna razón, mi tío, aquel que
antes me contara esos cuentos que parecían sacados de un fantasy, me tenía
podrido con sus reproches.
_ Sobrino,
haz esto…_
_Sobrino,
haz lo otro…_
_No,
sobrino, no lo hagas así, hazlo así…_
Es por eso que me harté, y le tiré
el plato de comida por la cabeza manchándolo todo con tuco. Luego me di a la
fuga.
Inteligentemente, me había hecho de
algunas monedas (acto que no sé de que novela la habré sacado) para pagarme el
viaje de tren de regreso a Cañuelas.
Corrí como una flecha, doblando la
esquina y luego todo derecho por calle 44. Detrás de mí se oían las sirenas, me
empezaba a faltar el aire, tosía mucho (y eso que nunca había fumado).
Llegando ya a la estación de trenes,
me sentí rodeado, por lo que escondí las monedas en un lugar seguro (eso
también lo habré sacado de esa novela). Ya la policía estaba encima mío y me
sentí vencido. Para mi sorpresa no me detuvieron a mí, sino a otro que pasaba
por al lado.
Ya en la estación, me doy cuenta que
para mi desgracia había un solo tren. De convictos. Supuse que no me quedaba
otra alternativa más que hacerme pasar por uno de ellos para llegar a mi
destino.
Es por eso que me rasgué las
vestiduras, me despeiné y entré al vagón esquivando al guardia y haciéndome el
desentendido.
Ya adentro, me entero que en el tren
había una bomba, que algún malhechor quería hacerlo explotar y así acabar con
tanta delincuencia. Para colmo viajábamos todos apretados, como animales. Y los
convictos empezaban a dudar de mi procedencia.
Fue así que uno de ellos, (el más
buchón de todos) le avisó al guarda que había un convicto que no estaba rapado
y que tampoco vestía mameluco naranja, que fuera y lo viera con sus propios
ojos.
Para mi sorpresa, el guardia no era otro
que el Mengo, un amigo mío. Estaba vestido -si vieras que elegante y vil- como
un oficial. Vino, me examinó detenidamente, y de un bastonazo me redujo en el
suelo.
-¡Viste,
cómo lo intuías, los nazis toman el país y al Mengo lo nombran oficial…! -me
dijo y se rió
-Con que
queriéndote pasar por un convicto para escapar a tu destino ehh… eso no está
bien… para nada bien…
Luego me ordenó que me pusiera de
pie, y me informó que ya estabamos llegando a la estación de Cañuelas, que allí
me bajaría y que el tren seguiría su marcha.
Y eso hice, y fui a mi casa a dormir
porque al otro día tendría que ir a la escuela.
II
El tren siguió su marcha y desencadenó lo que
nadie esperaba: los nazis invadía el país. La idea era sacarlo adelante, y si
éste no cedía, sacarlo adelante de los pelos.
Para ese entonces yo iba a primer
año de la escuela secundaria. El colegio al que asistía también había sido tomado por los
alemanes. Tal es así, que para inicio de clases vendrían el papa y sus más
importantes cardenales a bendecirlo.
La enseñanza dio un giro de 180º. Se
había vuelto totalmente rigurosa. Tanto, que los profesores debían declararse
partidarios del partido nazi para ejercer el cargo.
A mis compañeros y a mi se nos
ocurrió armar una revuelta para protestar por los malos tratos, y todo hacerlo
en presencia del papa y sus obispos.
Para empezar decidimos hacer las
clases más divertidas. El punto estaba en reírnos en la cara de los profesores para
mostrarles que con esos métodos no aprendíamos nada. Para eso, haríamos “la
ola” en el medio de la clase y contaríamos chistes lo más descarados posibles.
III
Este hecho que les voy a contar, sucedió en la
clase de Música. Estábamos por hacer la ola y preparando los chistes. Yo debía
ser el primero en levantarme y alzar los brazos. Así la ola se daría por
comenzada; con tanta mala suerte que el profesor me pescó con las manos en la
maza.
Cómo se puso ese cristiano, los ojos rojo fuego
y me gritaba desde arriba del banco. Parecía el führer dando un discurso en sus
mejores días. Luego ordenó, que me metieran en una bolsa y me llevaran a la
dirección para castigarme.
En la dirección estaban el papa y sus
cardenales, por lo que me sacaron afuera arrastrándome y me llevaron al tren de
los presidiarios.
Me temí que el castigo fuera duro. Para suerte
mía, el Mengo me reconoció de nuevo:
-¡Otra vez
vos acá… es la última vez que te lo digo- me dijo riendo mientras el tren
partía.
-¿La
próxima vez olvidaré que somos amigos, ok?
Así fue como quedé libre no solo de
la escuela, sino también del castigo y la muerte.
Los nazis no duraron mucho en el
poder. De un día para otro la Iglesia les dio la espalda, y con ella el pueblo
entero. Ahora son solo parte de la historia.
En cuanto al Mengo, hasta donde
averigüé lo habían trasladado a un campo de concentración comunista. Lo cierto
es que varias veces intenté retomar contacto con él, sin suerte. Sus palabras
de aliento arriba del tren me acompañan hasta hoy día
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solo te pido que mi espacio llenes con tu luz":