Estaba afinando mi instrumento para ensayar con
la banda, cuando se me cortó una cuerda. Tuve tanta mala suerte que el latigazo
me dio en la sien. Lo último que escuché fue a Anabela vocalizando, lo cuál me
relajó un poco. Siempre había querido morir escuchando su canto, si no es morir
en ella o matarla en la cama.
Luego entré en un sueño de cuerdas que se
enroscaban y se desenroscaban y tendían a la afinación. Los chicos de la banda
hubieran querido volver el tiempo atrás; en efecto, todavía no caían y no se permitían
el haber presenciado cómo un bajo se vengaba de su instrumentista. Yo tampoco
me lo hubiera permitido, hasta me habría insultado, pero como ya estaba en otra
dimensión, poco importaba.
Me encontraba rodeado de un mundo inimaginable.
A mi alrededor una meseta rodeada de colinas lisas, tapizadas con un verde
llanamente que no era pasto; y los árboles de copas redondas y troncos finos al
mejor estilo Namecuseín. Gracias Dios que los sueños de los acusados en los
juicios no cuentan como pruebas, si no iríamos todos en cana por plagio. Unos
flamencos meseteros se acicalaban mientras graznaban alguna canción autóctona
del lugar.
Dos naves espaciales surcaron el cielo y le
dispararon a los flamencos que pasaron a mejor vida sin dejar ni una gota
sangre. El ruido provocó que los pájaros de una selva siempre lejana, se
asustaran y los monos gritaran. Anabela, tal como la recordaba de pequeña,
tarareaba un bugui que le habían enseñado en el jardín de infantes. Ahora
hablamos y reíamos como hobbits.
Por el camino que cruzaba la meseta apareció
una moto sin tripulante y se dio un porrazo contra la colina más cercana a
nosotros. Se oyó un estallido y con la onda espansiva se me durmió la pierna.
Siempre que me acostaba boca arriba me pasaba lo mismo. Por suerte Anabela ya
conocía esa deficiencia, por lo que no me ayudó a cambiar de posición.
De la colina brotaba vapor de agua y por entre
el polvillo de yerba apareció un matetito saludando. Gracias por liberarme: ustedes
deben ser los amantes, los estábamos esperando. Como no encontraba respuestas,
miré a Anabela. Su cuerpo había adolecido de repente. Estábamos siguiendo al
matetito cuando el muy tonto cayó de un pozo. Se hizo percha el pobre. Tomen la
ruta con la moto, pero aléjense de la selva.
Fingí que me seguía doliendo la pierna para no
manejar. Siempre que habían dado temor las motocicletas; además tenía ganas
irreprimibles de apoyar mi miembro en ella, para sentir que aún me quería.
Viajamos a alta velocidad por un largo tiempo,
más de la que permitían los carteles. Una nave nos intentó detener, y como no
lo hicimos, nos disparó. Un toque de volante a tiempo evitó que nos dieran.
Anabela había desaparecido, en su lugar había
una conductora de motos profesional. Ella siempre había querido tomar el
control y a mí me parecía bien el doblemando. Pero un hombre debe hacer lo que
un hombre debe hacer: y en la palabra hombre la mujer está excluida. Otro tiro
nos dio cerca.
Aparecieron unos patos con resortes en las
patas que daban largos trancos, tan largos que parecían saltos. Nos acompañaban
cantando; mirando al cielo nos abandonaron. Se largó a llover. Gota tras gota y
Anabela me permitió resguardarme debajo de su piloto. El camino se volvía
resbaladizo, por lo que la moto derrapaba. Una nave nos impedía el paso a la
civilización. Mi compañera paseaba desnuda por la meseta anterior, ante la
vista de algunos civiles. Solo se había dejado el casco. Es por este motivo que
la nave le disparó. Yo me volví loco. Hablaba sólo y balbuceaba lenguas
marcianas. Solo que en Marte nunca se habló. Cuando desperté le expliqué al
enfermero que la habían matado por ser sí misma.
maldicion que magnifico! miles de felciidades aioria eres un maestro!
ResponderEliminarGracias José, algo habré aprendido de vos! Abrazo grande
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